Un poderoso bosque cubría las laderas
de Latmos: la humedad de esa tierra nutría
tan ricas, las raíces cubiertas de hierbajos
bajo las ramas colgantes, abundantes en frutos.
Había densas sombras, honduras apartadas
donde no entraba nadie: si, huyendo del pastor,
penetraba un cordero esos rincones íntimos,
nunca vería más los felices rediles
a donde sus hermanos, balando de contento,
a cada atardecer iban por las colinas.
Creían los pastores siempre que ni un lanudo
cordero que de tal modo se separara
de su blanco rebaño se vería atacado
por feroz lobo, o fiera de cabeza acechante,
hasta llegar a ciertos llanos hollados donde
pacían los rebaños de Pan: es más, ganaba
mucho el que así perdía un cordero. Senderos
muchos había; helechos y juncos abundantes
y laderas con hiedras: todos llevando, gratos,
a un ancho césped donde sólo podían verse
densos tallos en torno, en medio de la hierba
y las ramas colgantes; ¿qué podría decir
la frescura del cielo, del espacio en la altura
rodeado de oscuras copas de árbol? A veces
pasaba una paloma, aleteando, y a veces
iba una nubecilla a través del azul.
En medio del verdor de ese espacio tan grato
se elevaba un altar de mármol, adornado
de un trenzado de flores aún llenas de rocío.
John Keats (1795-1821).
Endymión. Fragmento del Libro I. 1818.
No hay comentarios:
Publicar un comentario