miércoles, noviembre 09, 2011
MÁGICO BOSQUE
"Al salir al camino miró hacia atrás; el sol se había ocultado bajo las ramas de los árboles, el aire se sentía más fresco y el lugar le pareció desconocido, y muy distinto a todo lo que rodeaba la stanitza. Todo cambió repentinamente para él; el tiempo y la selva habían cambiado de aspecto, el cielo se cubrió de nubes, el viento silbaba, moviendo los juncos, y sólo se veían los carrizos y el viejo y salvaje bosque.
Llamó al perro, que parecía perseguir a alguna fiera, y su voz, resonó extraña y hueca. Sintió de pronto miedo y tristeza. Pensó en los abreks, en los asesinatos, pensó que de un momento a otro podía encontrarse con un checheno, surgido detrás de un arbusto y se vería obligado a defender su vida. Pensó en Dios, en la vida futura, como hacía tiempo no pensara, y a su alrededor, siempre la sombría, vetusta y salvaje naturaleza. ¿Vale entonces la pena de vivir para sí, cuando en un momento dado se puede morir, sin que nadie lo sepa siquiera, y sin haber realizado nada bueno? Comenzó a seguir la dirección que suponía lo llevaría a la stanitza. No pensaba más en la caza, sintiendo un terrible cansancio, observando atentamente cada árbol o arbusto y esperando a cada instante encontrar la muerte. Erró mucho tiempo y llegó por fin a un canal por donde corría el agua fría y arenosa del Terek y, para no confundirse más, decidió seguir su curso sin saber adónde lo conduciría.
De pronto los carrizos crujieron detrás de él. Se estremeció y echó mano de su carabina, pero en seguida se avergonzó al ver que era el perro, que se había echado al canal para beber ávidamente el agua fresca. Olenin también se refrescó y decidió seguir definitivamente al perro, confiando en que lo conduciría a la stanitza. A pesar de la compañía del fiel perro, todo alrededor le parecía cada vez más lúgubre. El bosque se oscurecía, y el viento silbaba cada vez con más fuerza en las cimas de los viejos árboles. Aves enormes y extrañas rondaban los nidos ocultos entre las ramas. La vegetación iba siendo cada vez más escasa; con frecuencia no encontraba más que carrizos y aparecían llanuras arenosas, donde se veían innumerables huellas de bestias. Al silbido del viento se mezclaba otro lúgubre y monótono rumor. Olenin seguía sintiéndose triste y meditabundo. Palpó sus faisanes y comprobó que le faltaba uno; se había arrancado del cinto y sólo la sangrienta cabecita pendía de él. El terror se apoderó del joven y comenzó a rezar. Sólo temía morir, sin haber realizado ningún bien; su único deseo era vivir, sí, vivir para realizar un acto de verdadera abnegación".
Lev Tolstoi (1828-1910). Los cosacos. 1863.
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