miércoles, septiembre 28, 2011

MÁGICO BOSQUE



"Cuando ya conocimos bien esa carretera antigua volvimos, para variar, si es que a la ida no pasábamos por allí, por otro camino que cruzaba los bosques de Chantereine y Canteloup. La invisibilidad de los innumerables pájaros que se respondían de árbol a árbol por todos lados daba la misma impresión de descanso que cuando se tienen los ojos cerrados. Encadenado a mi banqueta del coche como Prometeo a su roca, iba yo escuchando a aquellas mis Oceánidas. Y cuando veía por casualidad a algunos de los pájaros pasar por detrás de unas hojas, había tan poca relación aparente entre él y los trinos, que yo me resistía a ver en ese cuerpecillo saltarín, asustado y ciego, la causa de los cantos.
Aquel camino era, como tantos otros de esa clase que suelen encontrarse en Francia; subía en cuesta bastante pendiente, y luego iba descendiendo muy poco a poco, en un trecho muy largo. En aquellos momentos no me parecía muy seductor, me alegraba volver a casa. Pero más tarde se me convirtió en fuente de alegrías porque se me quedó en la memoria como un recuerdo en el que irían a empalmarse todos los caminos parecidos por donde yo había de pasar más adelante en paseos o viajes, sin solución de continuidad, y que gracias a él podían ponerse en comunicación con mi corazón. Porque en cuanto el coche o el autonóvil se entrara por una de esas carreteras que semejase  continuación  de la que recorríamos con la señora de Villeparisis, mi conciencia actual encontraría para apoyarse como en su más reciente pasado (abolidos todos los años intermedios) las impresiones que sentía en aquellos atardeceres paseando por los alrededores de Balbec cuando las hojas olían tan bien e iba elevándose la bruma, cuando más allá del primer pueblecillo la puesta de sol entre los árboles era como otro pueblo más, forestal, distante, al que no podríamos llegar aquella misma tarde. Y esas impresiones, enlazadas con las que experimentaba ahora en otras tierras y caminos semejantes a aquéllos, rodeadas de todas las sensaciones accesorias de respirar libremente, de curiosidad, de indolencia, de apetito y de alegría, a ellas inherentes, habían de reforzarse, habían de adquirir la consistencia de un tipo particular de placer, casi de un marco de vida con el que rara vez volvería a encontrarme, y en el cual, el despertar de los recuerdos colocaba en medio de la realidad evocada, soñada e inaccesible que me inspiraba en esas regiones por donde cruzaba algo más que un sentimiento estético: el deseo pasajero, pero exaltado, de vivir allí para siempre".


Marcel Proust (1871-1922). En busca del tiempo perdido. 2. A la sombra de las muchachas en flor (1919-1927).

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